viernes, 25 de enero de 2008

DONDE LA LETRA ACECHA


Aunque yo no lo había leído todo, Alberto jamás pudo derrotarme. Por más que me retara valiéndose de libros de cuentos olvidados, nunca consiguió anotarse un triunfo. Era natural: le aventajaba en quince años de lecturas.
Elvia intervenía cuando nos notaba acalorados. No vale la pena discutir por tonterías, mediaba. Pero al final siempre le concedía la razón a él aunque la tuviera yo. Alberto se disculpaba y se iba, sólo para regresar al día siguiente con nuevos retos. Por lo general la ironía y la burla plagaban mis victorias. Nunca noté que me excedía, que lastimaba hondamente a mi amigo.
Un día de tantos me desafió: No podrás descubrir al autor de este cuento. Sonreí burlón. Leyó una cuartilla y me miró de reojo. Dejé de sonreír. Media cuartilla más allá me volvió a mirar con una sonrisa de triunfo que ya no se le borró. Antes de que terminara, lo detuve, era suficiente. Los ojos le brillaban satisfechos. Por fin me ganaría una partida. Mi mujer, radiante, se sumó a su euforia. Entonces asesté el golpe: el autor de este cuento tan malo no puede ser nadie más que tú.
La ira transfiguró su rostro pero se contuvo ante la presencia de Elvia. Se despidió intempestivamente y se retiró. Pensé que lo había perdido como amigo, pero regresó tres días después. Me trajo una noticia insólita. Acababa de descubrir la existencia de un cuento cuya cualidad principal era que quien lo leyera quedaría muerto al finalizar su lectura.
Pensé que se trataba de una broma pero me mostró, en un libro antiguo, el ensayo que aludía al cuento. No se mencionaba nada de su tema ni de su trama. Se ignoraba quién lo había escrito. No se sabía si el efecto de la lectura había sido buscado o casual. Lo único que se daba por sentado era que el cuento existía y originalmente estaba escrito en español. Guardé silencio. Podía ser una patraña, pero si no lo era yo debía conocer el texto a toda costa.
En ese momento se despidió Elvia. Alberto me dejó pronto solo, con la inquietante noticia del cuento. Me parecía grandioso que alguien pudiera escribir con tal maestría. Porque si escribir un buen cuento era ya una proeza, lograr que tuviera un efecto letal en el lector era algo excelso. El peligro que implicaba leerlo pasaba a segundo plano.
Sin saber cómo, mientras pensaba en todo esto, me encontré leyendo un libro al azar. Llevaba leída media página cuando me di cuenta. Como mis pensamientos oscurecían la lectura, regresé al inicio y traté de concentrarme, pero fue inútil. ¿Y si ése era el cuento que mencionaba el libro de Alberto? Cerré el libro y lo dejé a un lado. Tomé otro y lo mismo, inicié la lectura sin llegar a concentrarme. Maldito Alberto, sólo a eso había venido.
A partir de aquel día ya no pude leer. Los insomnios me orillaban a permanecer en la biblioteca hasta que iba a la cama cayéndome de sueño. Tan apremiantes eran mis ansias de lectura que apenas cruzaba palabra con mi mujer. Por otra parte, Alberto se empezó a retirar. Me encontraba tan abstraído, tan ausente, que prefería conversar con Elvia o marcharse, hasta que dejó de visitarme. No me importó. Mi única preocupación era aquel cuento imposible.
Entonces empezó la pesadilla. Un largo pasadizo, oscuridad total. Una luz tenue hacia la cual avanzaba. Me enervaba escuchar mis propios pasos. Aún así continuaba. Al final del pasadizo, una luz, la más intensa de cuantas conocía. Poco a poco, mis ojos aturdidos y doloridos se acostumbraban a la embestida de la luz. Un espacio enorme con las paredes infestadas de libros cubiertos de polvo. Tomaba un libro, como si mis manos supieran que era el que buscaba. Un olor a encierro antiguo se desprendía de él. Me atrapaba desde la primera línea. Yo respiraba con dificultad pues el aire se poblaba de polvo. Pero no dejaba de leer. Extasiado ante las palabras, no podía detenerme. De repente me asaltaba la eterna duda: ¿Era acaso el texto buscado? Un escalofrío me advertía del peligro, sin embargo mis ojos parecían condenados, sin escapatoria. El temor no me permitía atender al contenido del cuento, que no me daba al menos una pequeña tregua. Leía sin remedio. El final se vislumbraba. Siete líneas más. Cinco. Tres. Dos. La sensación de caer a un precipicio me despertaba con la boca seca, como si hubieran echado arena en ella.
Las primeras veces buscaba a tientas a mi mujer. Olvidaba que ella dormía en otra habitación. Ajena a mi temor de la muerte al final de algún cuento. Empezar a leer y abandonar la lectura, esa era mi rutina. Como un coito interrumpido con la muerte. A tanto llegó mi ansiedad que me vi orillado a contratar un lector. No niego que tuve mis escrúpulos. Si mi lector moría al encontrar el cuento, ¿no sería yo culpable de asesinato? Pero luego me tranquilizaba: Nadie podría acusarme, excepto Alberto, y eso en el remoto caso de que llegara a relacionar el cuento con la muerte de mi lector.
Así, pretextando que me cansaba la lectura, contraté a mi lector. Tuve la suerte de encontrarlo excepcional. Un muchacho de menos de veinte años, estudiante de letras, que se embelesaba leyendo. La mayor parte de las sesiones se quedaba tiempo extra sin reclamar más pago que el acordado. Conforme terminaba de leer un cuento, iniciaba otro, sin darse ni darme tregua, hasta que no podía seguir escuchándolo. Se obstinaba en continuar pero lo disuadía poniendo como pretexto mi fatiga, sus estudios, sus ojos enrojecidos. Entonces, a regañadientes, tomaba sus libros y se marchaba. No era raro verlo sentado en el cercano parque, continuando la sesión por su cuenta, prescindiendo de mí.
Por ese tiempo descubrí un nuevo entretenimiento: hurgar en las librerías de usado. Para mi satisfacción, había más libros de cuentos que los que me imaginaba. De autores olvidados, publicados en ediciones ínfimas. No me cansaba de comprarlos ni mi lector de devorarlos. Yo escuchaba atento a los finales y a la reacción del muchacho. En vano.
Pero un día, mi lector me abandonó porque había terminado sus estudios y debía proseguirlos en otro lugar. De tal manera que cayó por aquí un escritorcillo que aún no publicaba y hablaba de sus escritos como del ombligo de la literatura. Poco a poco le fui cobrando rencor. Me resultaba insoportable tanta fatuidad. Nunca supe cómo era posible que alguien se la pasara hablando de sus cosas sin fatigarse y sin notar que fatigaba a los demás. Lo que más me fastidiaba era el aire de profesor que tomaba cuando terminaba de leer un cuento, intentando explicarme detalles que me parecían infantiles. Sin sospechar siquiera que el mejor comentario que de él esperaba era su muerte.
En tanto, mis pesadillas no me abandonaban. Mi sueño no se restablecía. Elvia continuaba ausente de nuestro dormitorio. Yo estaba satisfecho con la búsqueda y no extrañaba su compañía. Así que, durmiera donde durmiera, no me interesaba. Mi anhelo principal era el encuentro con aquella narración que no daba señales de existencia.
Entonces ocurrió. Una mañana, terminando de leer un cuento, mi lector se desplomó sin vida. Murió cumpliendo su cometido, lo cual por supuesto nunca supo. Me encargué de los funerales. Sus familiares me lo agradecieron. Sé que no me lo merecía, pero insistieron. Allá ellos. Los acompañé hasta que el escritorcillo estuvo debidamente sepultado.
Por extraño que parezca, mi urgencia de mujer renació aquella noche. Busqué a Elvia en uno de los dormitorios de la planta alta. Pero escuché voces y me detuve. Cuando las reconocí, me acerqué sigiloso. Oculto en mi silencio, escuché y escuché y no supe cómo me contuve. Permanecí así hasta que lo vi salir. No sentí nada. Era como si la traición se la hubieran hecho a otro y no me tocara en lo más mínimo.
Dejé pasar dos días y entonces le pedí a mi mujer que me transcribiera un cuento. Lo necesito para poner a prueba a Alberto, le dije, y ella se pulió. Fue un trabajo excelente, salvo por las dos letras que empalmó al golpear el teclado con el rostro. La acomodé bien sentada frente a la máquina, borré las letras empalmadas, y corregí. Saqué de la máquina la última cuartilla‚ la engrapé con las otras y me fui a la casa de Alberto.
Es el primer cuento que escribo, le dije, y quiero tu opinión. Leyó interesado de verdad, volteando a verme como diciendo: No pudiste escribirlo tú. Por supuesto, no pudo darme su opinión. Recogí el texto y lo rompí. Luego abandoné la casa sin dueño ya.
Hubo muchas sospechas sobre mí, pero nadie probó nada. Conservo el cuento en el libro. Espero no necesitarlo nunca más.


J. R. M. Ávila
Imagen de la red.

TUS MANOS



Cuando tus manos salen,
amor, hacia las mías,
qué me traen volando?
Por qué se detuvieron
en mi boca, de pronto,
por qué las reconozco
como si entonces, antes,
las hubiera tocado,
como si antes de ser
hubieran recorrido
mi frente, mi cintura?

Su suavidad venía
volando sobre el tiempo,
sobre el mar, sobre el humo,
sobre la primavera,
y cuando tú pusiste
tus manos en mi pecho,
reconocí esas alas
de paloma dorada,
reconocí esa greda
y ese color de trigo.

Los años de mi vida
yo caminé buscándolas.
Subí las escaleras,
crucé los arrecifes,
me llevaron los trenes,
las aguas me trajeron,
y en la piel de las uvas
me pareció tocarte.
La madera de pronto
me trajo tu contacto,
la almendra me anunciaba
tu suavidad secreta,
hasta que se cerraron
tus manos en mi pecho
y allí como dos alas
terminaron su viaje.

Pablo Neruda


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BREVEDAD DE LO QUE SE VIVE, Y CUÁN NADA PARECE LO QUE SE VIVIÓ





«¡Ah de la vida!»... ¿Nadie me responde?
¡Aquí de los antaños que he vivido!
La Fortuna mis tiempos ha mordido;
Las Horas mi locura las esconde.

¡Que sin poder saber cómo ni adónde
La Salud y la Edad se hayan huido!
Falta la vida, asiste lo vivido,
Y no hay calamidad que no me ronde.

Ayer se fue; Mañana no ha llegado;
Hoy se está yendo sin parar un punto:
Soy un fue, y un será, y un es cansado.

En el Hoy y Mañana y Ayer, junto
Pañales y mortaja, y he quedado
Presentes sucesiones de difunto.


Francisco de Quevedo y Villegas

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jueves, 17 de enero de 2008

EL HIJO PREFERIDO



Cierta vez preguntaron a una madre cuál era su hijo preferido,

aquel que ella mas amaba.

Ella, dejando entrever una sonrisa, respondió:
"Nada es más voluble que un corazón de madre,

y como madre, le respondo:

el hijo dilecto, aquel a quien me dedico en cuerpo y alma:

Es mi hijo enfermo, hasta que sane.

El que partió, hasta que vuelva.

El que está cansado, hasta que descanse.

El que está con hambre, hasta que se alimente.

El que está con sed, hasta que beba.

El que está estudiando, hasta que aprenda.

El que está desnudo, hasta que se vista.

El que no trabaja, hasta que se emplée.

El que se enamora, hasta que se case.

El que se casa, hasta que conviva.

El que es padre, hasta que los críe.

El que prometió, hasta que cumpla.

El que debe, hasta que pague.

El que llora, hasta que calle.

Y ya con el semblante bien distante

de aquella sonrisa, completó:

El que ya me dejó... hasta que lo reencuentre..."







juan cordobes

lunes, 14 de enero de 2008

MI ALMA


Como alma en pena yo vivo,
Como alma en pena yo estoy,
Como alma que no vive,
Donde viviendo yo estoy.

Como caminante errante,
Vivo en este triste mundo,
Como caminante en pena,
Sufro segundo a segundo,

Como alma que no vive
Que sufriendo siempre está,
Como alma que no es alma,
Como alma que no está,

Mi alma esta partida,
Por el dolor, la traición
Por maltratos, y por llantos,
Que rompen mi corazón,

Mi alma, no es alma ya,
Mi alma nunca será,
El alma que yo tenia,
Siempre llena de bondad.

Ahora mi alma se ha ido,
De mi cuerpo para siempre
Y soy como un pájaro herido,
Que no volverá a volar,
Pues mi alma ya se ha ido,
Y muy lejos de mi esta.

Mi cuerpo no tiene alma,
Ni tampoco corazón
Por que ya ha sufrido tanto
Que solo siente dolor.

Ahora quiero ya marcharme,
Con mi corazón herido,
Para olvidar estas penas,
Y también este dolor,
Para olvidarme de todo,
Para morir con honor.

Marineiro


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viernes, 11 de enero de 2008

EL CIPRIANO




Esto es un pueblo de estos perdidos en una montaña, lleno de los típicos pueblerinos, que en ese momento se encuentran en la plaza viendo pasar las moscas y demás bichos, cuando aparece un Rolls-Royce de aquí te espero, conducido por un chofer.

El coche se para en mitad de la plaza, se baja del asiento trasero Claudia Schiffer, le indica al chofer que se largue, y señala con el dedo a uno de los presentes diciendo:

-Tu, ven conmigo.

El tío mira hacia los lados, acojonado el, y los amigotes le animan:

-Coño, Cipriano, ques a ti. Menuda suerte!!

El Cipriano se acerca al coche, la Schiffer le dice que suba, y al rato arrancan y el coche sale del pueblo a toda caña. Pasan quince minutos y se ve que vuelve el Rolls con el Cipriano solo dentro, así que los amigos le preguntan cuando para:

-Cipriano, joder, cuentanos que ha pasao!!!

-Pues na, que hemos ido a la era, nos hemos bajado del coche, se ha quitao la ropa, la ha dejao en el suelo y me ha dicho: 'Toma lo que quieras'.......... así que me he traído el coche.

-Y has hecho bien. ¡Pa que quieres la ropa si no tienes hermanas!


De la red.

sábado, 5 de enero de 2008

LAS TRES OFERTAS


El alcalde de un pueblo pide presupuesto para pintar la fachada del Ayuntamiento y le entregan tres ofertas; la del marroquí sube a 3 millones, la del colombiano, 6, y la del español,9. Ante tales diferencias, convoca reunión con los ofertantes para que justifiquen su presupuesto.

El marroquí le dice que él usa pintura acrílica para exteriores que cuesta 1 millón y da dos capas, en andamios y brochas se va otro kilo, y el tercero es su sueldo.

El colombiano justifica su presupuesto diciendo que él es mejor pintor, que usa pintura de poliuretano y da tres capas, la pintura cuesta 3 millones, andamios y brochas suben 2 millones y otro kilo es su sueldo.

El español, al que le permiten hablar por pura curiosidad porque su precio es disparatado, asegura que su presupuesto es el mejor justificado, y argumenta: Alcalde, tres millones son para ti, tres para mí, y los otros tres se los damos al moro para que nos pinte la fachada.

Evidentemente, la fachada la pintó:

EL ESPAÑOL.

De la red.

MANOLO MURILLO


Llega Manolo de trabajar en su flamante coche y su mujer le dice:
¡Manolo te has vuelto a olvidar otra vez!
¿De que, Pepi?
¡Hoy cumplimos cinco años de casados!
Pe… pe… pero, ¿cómo me voy a olvidar de eso?
Quiero que me lleves a cenar, a ver un buen espectáculo y a bailar.
¡Justamente era eso lo que había pensado!
Está bien, quiero que me lleves al Hot Poney
¿Quéeeeee? ¿Estás loca? ¡Eso es un antro!
¡Manolo! ¡Quiero que me lleves al Hot Poney porque quiero conocerlo!
Y fueron……
Apenas llegaron, el aparcacoches dijo:
Buenas, ¿Cómo le va caballero? ¡Me alegro de verlo otra vez!
La mujer saltó sorprendida:
¿Qué dice éste? Ha dicho que se alegraba de verte otra vez. ¿Has estado tu aquí?
¿Yo? ¿Pero estás loca? ¿En ese antro? Los aparca- coches le dicen a todos lo mismo. Estos lugares son así.
Llegaron ante el portero:
Sr. Murillo…. ¡Qué alegría!
Te ha dicho Sr. Murillo…. ¡Este te conoce!
¿Eh?.... Cómo no me va a conocer, si trabaja en el edificio donde tengo la consulta. Es el electricista del edificio.
Ya dentro, los recibió Pablo, el gerente:
¿Cómo está Doctor Murillo? ¿La mejor mesa, como siempre, verdad?
¿Este también es electricista en el edificio de tu consulta Manolo?
¡Te voy a matar!
No…. Eh…. No, este señor me conoce porque es el que me vendió el deportivo que te regalé el año pasado ….
Manolo, me estás ….
En ese momento apareció la vendedora de cigarrillos:
¡Mi Reeeeeeeey! ¿Te doy tu Cohiba?
La cigarrera se puso el habano entre los pechos:
¡Mete la manita mi amor, y saca tu habanito!
Pepi estaba a punto de matar a su marido cuando se apagaron las luces.
Por fin se sentaron y empezó el espectáculo. Apareció una mujer espectacular que empezó a hacer un striptease. Cuando se quedó sólo con el tanga se acercó a la mesa de Manolo y, muy sen- sualmente, preguntó a toda la concurrencia:
Y ahora….
¿Quiéeeeeen me va a quitar el tanguitaaaaaaa?
Todos los presentes cantaron a coro:
¡Se vé, se siente, Manolo con los dientes! ¡Se vé, se siente, Manolo con los dientes!
Pepi no aguantó más. Salió corriendo y se metió en un taxi. Manolo la siguió y también entró en el vehículo. La mujer empezó a pegarle y a tratar de tirarlo por la puerta.
¡Eres el hijo de puta más grande que he visto!
Pepi se quitó un zapato e, histérica, comenzó a pegarle en la cabeza y gritarle los tacos más gordos que sabía.
El taxista se dio la vuelta y dijo:
Mire que hemos llevado putas locas, Don Manolo…. ¡Pero como esta! ¡¡¡Ninguna!!!


De la red.

jueves, 3 de enero de 2008

CANCIÓN DE OTOÑO EN PRIMAVERA




A Gregorio Martínez Sierra

Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro...
y a veces lloro sin querer...

Plural ha sido la celeste
historia de mi corazón.
Era una dulce niña, en este
mundo de duelo y de aflicción.

Miraba como el alba pura;
sonreía como una flor.
Era su cabellera obscura
hecha de noche y de dolor.

Yo era tímido como un niño.
Ella, naturalmente, fue,
para mi amor hecho de armiño,
Herodías y Salomé...

Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro...
y a veces lloro sin querer...

Y más consoladora y más
halagadora y expresiva,
la otra fue más sensitiva
cual no pensé encontrar jamás.

Pues a su continua ternura
una pasión violenta unía.
En un peplo de gasa pura
una bacante se envolvía...

En sus brazos tomó mi ensueño
y lo arrulló como a un bebé...
Y te mató, triste y pequeño,
falto de luz, falto de fe...

Juventud, divino tesoro,
¡te fuiste para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro...
y a veces lloro sin querer...

Otra juzgó que era mi boca
el estuche de su pasión;
y que me roería, loca,
con sus dientes el corazón.

Poniendo en un amor de exceso
la mira de su voluntad,
mientras eran abrazo y beso
síntesis de la eternidad;

y de nuestra carne ligera
imaginar siempre un Edén,
sin pensar que la Primavera
y la carne acaban también...

Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro...
y a veces lloro sin querer.

¡Y las demás! En tantos climas,
en tantas tierras siempre son,
si no pretextos de mis rimas
fantasmas de mi corazón.

En vano busqué a la princesa
que estaba triste de esperar.
La vida es dura. Amarga y pesa.
¡Ya no hay princesa que cantar!

Mas a pesar del tiempo terco,
mi sed de amor no tiene fin;
con el cabello gris, me acerco
a los rosales del jardín...

Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro...
y a veces lloro sin querer...
¡Mas es mía el Alba de oro!


Rubén Darío, 1905
Imagen de la red.

EN EL PRINCIPIO




Si he perdido la vida, el tiempo, todo
lo que tiré, como un anillo, al agua,
si he perdido la voz en la maleza,
me queda la palabra.

Si he sufrido la sed, el hambre, todo
lo que era mío y resultó ser nada,
si he segado las sombras en silencio,
me queda la palabra.

Si abrí los labios para ver el rostro
puro y terrible de mi patria,
si abrí los labios hasta desgarrármelos,
me queda la palabra.

Blas de Otero.
Imagen de la red.